domingo, 17 de abril de 2011

DEL TRASIEGO POR LA VIDA


Si un hipotético observador sentado en esos bancos de mampostería que suele haber en los andenes del metro –línea tres, cuatro o cualquier otra, no importaría– observara a otro supuesto sujeto que, dentro del vagón y sometido al desplazamiento del mismo, lanzase en la vertical una posible pelota, observaría a la misma desplazarse en la horizontal a lo largo de una distancia y tiempo en suspensión que nada tendría que ver con lo que el lanzador aprecia. Es decir, muy diferentes son las vidas dentro y fuera de la máquina. Dentro o fuera, la esencial diferencia. Se suele estar animado en movimiento y tediosamente aburrido mientras, quieto, esperas tu próximo destino.

Hay que ver cómo te obnubilas cuando, desde fuera, anclas la mirada a los ojos de alguien que va dentro del vagón a punto de arrancar. Pareciera que, con la intensidad suficiente, se describiera un irrompible hilo conector tan resistente como para superar a los mismos motores que mueven los vagones. Ya engullida por el túnel, intentas grabar para siempre la imagen de esa mirada. Pero es imposible. Aquella fotografía y su recuerdo se deshicieron producto de la aceleración para no volver jamás. O cuando intentas, desde el mismo andén, observar todo lo que dentro vuela hacia su destino. En el vagón, el que mira observa cómo los ojos se te agitan con rapidez de derecha a izquierda. Como cuando lees rapidísimo, pero a la inversa. O como si, a ritmo constante, tus ojos soltasen cada imagen para volver al punto de origen a capturar una nueva.

A veces me planteo lo aleatorio de que determinadas personas coincidan en un mismo vagón. La pregunta radica en qué es lo que determina que seamos nosotros y no otros los que entraron en ese instante. Propondría celebrarlo. Irnos todos a tomar unas cañas en el primer bar al salir de una de las estaciones. No sé, en ese bar con terraza esquinada frente a Sant Antoni, por ejemplo. Podría resultar que la eventualidad del fenómeno suponga el comienzo de una prometedora relación. Que incluso montemos un colectivo de amigos que, a partir de entonces, se reúna en el mismo lugar y a la misma hora para el resto de sus días. O que nos animásemos a montar una empresa común de gran calibre.

Rodar en el metro sería como viajar a países diferentes con sus distintos climas y peculiaridades. Con la de sangre roja corres como loco por arteria principal hacia el país que está en el centro corazón que siempre bombea. La amarilla sol te dirige a esos en los que se descansa en eterno y cálido veraneo de playa. Con frío viajas en la azul, a los del norte, los del frenético trabajo. A la naturaleza de la montaña vas en la verde ecologista y, finalmente, para dirigirse a los más excéntricos en efervescente creación artística se viste uno de violeta, mezcla de rojo y azul. Así sería cómo los colores acompañan también en tu viaje.

Ligeros roces, coincidencias del espacio/tiempo, cruce de miradas, viajes encontrados, desencuentros del ir y del devenir. Colores para cada estación del alma. Al final va a ser verdad que la magia del trasiego por la vida resida más en el medio que en el propio fin.

Fuente: http://relatscurts.tmb.cat/ca/relat/lliure/4316