viernes, 24 de febrero de 2012

Ladronzuelos y el arte del engaño


SINOPSIS

Me quedo bobo con las artimañas del engaño. Tras uno demostrar desinteresadamente su confianza, a menudo queda convertido en protagonista de una maquiavélica trama. Lo doloroso del tema no es tanto lo perdido, sino esa desazón, esa tristeza sufrida al ser objetivo de la traición de un semejante. No sé ahora quién lo dijo, pero sus razones tendría al afirmar amar más al perro mientras mayor conocimiento adquiría de los seres humanos.

Ladronzuelos y el arte del engaño

Ocurrió una tarde-noche en que iba yo de lo más tranquilo tras unas brazadas en la piscina del gimnasio. Entiendo esa sonrisa. Dado el diámetro actual de mi cintura, bien sabes que dejé de visitarlo hace tiempo. Pero antes, cuando iba, iba de verdad. Estaba yo buenísimo y mi cuerpo serrano salía de aquel recinto en el estado narcótico que se le queda a uno después del deporte bien hecho. Pues resulta que en ese sopor -como levitando fuera de mi- una muchacha de muy buen ver me abordó.

Era más o menos de mi edad y, atendiendo a los términos empleados, de elevado nivel cultural. Con cara de preocupación relató cómo, incomprensiblemente, había salido de casa olvidando móvil, cartera, llaves del coche y de la puerta de esa misma casa cuya cerradura, ahora, impedía su acceso. Decía no ser de allí y carecer de familia cerca o cercana a la que acudir en tal circunstancia. El cerrajero pedía 80 púas por venir a resolverle la papeleta, pero no contaba ella con duro encima ni para llamar desde cabina alguna

Yo, que soy de quién sabe dónde, cuya familia suelo tenerla tan lejos y al que el despiste heredado por línea materna me ha llevado a perder y perderme, olvidar y olvidarme tantas veces, me sentí totalmente identificado. Ponerme en su lugar no me costó nada y enseguida me lancé a buscar algo que darle. Como de costumbre, nada había que rascar, pero ella -más que viva- sugirió acompañarme hasta el cajero más cercano. ¿Te puedes creer que ni lo dudé?

Y así íbamos los dos. Yo con cara de pánfilo y ella de tranquila felina en la oscuridad de una de esas calles de la Barceloneta. Hasta se metió conmigo dentro del cajero. Yo bromeaba con alguna tontería al tiempo que ella no escatimaba en agradecerme el gesto, empecinándose, además, en apuntarme su número telefónico. Que por favor llamara mañana mismo para devolverme lo prestado. Y yo que sí. Que no se preocupara. Hoy por ti, mañana por mi.

Tras dos besos con abrazo, la muy lista se llevó cien de los doscientos pavos que quedaban en mi maltratada cuenta. Más ancho que pancho, cogí camino a casa con la satisfacción de la buena acción diaria y con la seguridad de haber sembrado una nueva amistad.

Vaya fiasco. Desde la hora del café en el curro -once de la mañana- empecé a llamar. Aunque con ilusión al principio, mi mirada iba perdiendo brillo tras cada fallido intento. En el de las diez de la noche tenía yo tal cabreo, que no pude resistir el ponerla fina en su contestador automático. Ese que, para más inri, me cobraba no sé cuántos céntimos cada vez que saltaba.

Caliente como un chucho dije a la máquina desear que se viera obligada a gastar el dinero en medicinas. Que había ganado esa pasta, pero perdido por siempre algo mucho más valioso: la confianza en ella depositada por un nuevo ser.