SINOPSIS
Me
quedo bobo con las artimañas del engaño. Tras uno demostrar
desinteresadamente su confianza, a menudo queda convertido en
protagonista de una maquiavélica trama. Lo doloroso del tema no es
tanto lo perdido, sino esa desazón, esa tristeza sufrida al ser
objetivo de la traición de un semejante. No sé ahora quién lo
dijo, pero sus razones tendría al afirmar amar más al perro
mientras mayor conocimiento adquiría de los seres humanos.
Ladronzuelos
y el arte del engaño
Ocurrió una tarde-noche en que iba yo
de lo más tranquilo tras unas brazadas en la piscina del gimnasio.
Entiendo esa sonrisa. Dado el diámetro actual de mi cintura, bien
sabes que dejé de visitarlo hace tiempo. Pero antes, cuando iba, iba
de verdad. Estaba yo buenísimo y mi cuerpo serrano salía de aquel
recinto en el estado narcótico que se le queda a uno después del
deporte bien hecho. Pues resulta que en ese sopor -como levitando fuera de mi- una muchacha de muy buen ver me abordó.
Era más o menos de mi edad y,
atendiendo a los términos empleados, de elevado nivel cultural. Con
cara de preocupación relató cómo, incomprensiblemente, había
salido de casa olvidando móvil, cartera, llaves del coche y de la
puerta de esa misma casa cuya cerradura, ahora, impedía su acceso.
Decía no ser de allí y carecer de familia cerca o cercana a la que
acudir en tal circunstancia. El cerrajero pedía 80 púas por
venir a resolverle la papeleta, pero no contaba ella con duro encima
ni para llamar desde cabina alguna
Yo, que soy de quién sabe dónde, cuya
familia suelo tenerla tan lejos y al que el despiste heredado por
línea materna me ha llevado a perder y perderme, olvidar y olvidarme
tantas veces, me sentí totalmente identificado. Ponerme en su lugar
no me costó nada y enseguida me lancé a buscar algo que darle. Como
de costumbre, nada había que rascar, pero ella -más que viva-
sugirió acompañarme hasta el cajero más cercano. ¿Te puedes creer
que ni lo dudé?
Y así íbamos los dos. Yo con cara de
pánfilo y ella de tranquila felina en la oscuridad de una de esas
calles de la Barceloneta. Hasta se metió conmigo dentro del cajero.
Yo bromeaba con alguna tontería al tiempo que ella no escatimaba en
agradecerme el gesto, empecinándose, además, en apuntarme su número
telefónico. Que por favor llamara mañana mismo para devolverme lo
prestado. Y yo que sí. Que no se preocupara. Hoy por ti, mañana por
mi.
Tras dos besos con abrazo, la muy lista
se llevó cien de los doscientos pavos que quedaban en mi
maltratada cuenta. Más ancho que pancho, cogí camino a casa con la
satisfacción de la buena acción diaria y con la seguridad de haber
sembrado una nueva amistad.
Vaya fiasco. Desde la hora del café en
el curro -once de la mañana- empecé a llamar. Aunque con ilusión
al principio, mi mirada iba perdiendo brillo tras cada fallido
intento. En el de las diez de la noche tenía yo tal cabreo, que no
pude resistir el ponerla fina en su contestador automático. Ese que,
para más inri, me cobraba no sé cuántos céntimos cada vez que
saltaba.
Caliente como un chucho dije a la
máquina desear que se viera obligada a gastar el dinero en
medicinas. Que había ganado esa pasta, pero perdido por siempre algo
mucho más valioso: la confianza en ella depositada por un nuevo ser.
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